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Los jóvenes y la creación*

José Ramón Ubieto

Los jóvenes son creadores por naturaleza. Pero no por naturaleza biológica o genética, sino pulsional. Pulsión en psicoanálisis quiere decir que tenemos un cuerpo que goza, que no para –incluso en estado de reposo, aunque en menor medida- de afectarse por todo tipo de estímulos. En la base de todos ellos –y sin ignorar la bioquímica cerebral- hay siempre palabras que resuenan y que para cada uno tienen un valor propio.

Muchos creadores nos han mostrado cómo en el origen de su obra hay algunas palabras claves que les han acompañado desde la infancia. Muchas veces sin que supieran bien su sentido, eran como faros que iluminaban una parte del camino si bien necesitaron su obra, sus creaciones, para tejer un relato propio. Eso primario es la base pulsional de la creación.

Málaga es la ciudad natal de un genio como Picasso, quien quedó marcado por una serie de acontecimientos traumáticos entre los que están su propio nacimiento, donde a punto estuvo de morir, o la muerte precoz de su hermana.

Su pasión posterior por la pintura, su vitalidad e intensidad, su interés especial por el cuerpo humano fue ya un tratamiento de esa muerte entrevista y del lugar en que quedo situado en su familia. Una búsqueda orientada, como nos recordaba nuestro estimado colega malagueño Hilario Cid, por el deseo y en especial por el deseo sexual.

Los jóvenes están sin duda muy necesitados de creación porque para ellos lo pulsional, a partir de la metamorfosis de la pubertad, aparece en primer plano. El cuerpo púber ya no es el cuerpo hablado y cuidado por los otros.

Ahora es un cuerpo que habla, grita y para colmo no es siempre muy comprensible. Su enigma lo hace inquietante porque la lengua familiar, la que recibimos y adoptamos, se muestra insuficiente y poco adecuada para decir de manera auténtica lo que experimentan en el cuerpo. Los jóvenes quedan así exiliados de esa lengua del otro y al mismo tiempo exiliados de su propia satisfacción, que ahora les resulta extraña, apremiante y huidiza.

Asa Larsson, la escritora sueca de Aurora boreal,nos lo transmite muy bien: “Por las mañanas su cuerpo se despierta mucho más temprano que ella. La boca se le abre ante el cepillo de dientes. Las manos le hacen la cama. Las piernas la llevan hasta el instituto… A veces se queda de pie en medio de la calle, preguntándose si no es sábado. Planteándose si de verdad tiene que ir al instituto. Pero es curioso, sus piernas siempre tienen razón. Llega al aula correcta el día correcto a la hora correcta. Su cuerpo se las apaña bien sin ella”.

El cuerpo es ahora el nuevo partenaire del adolescente que se emociona y trata de manipularlo para calmarlo, cuando le agobia demasiado. Esa manipulación admite hoy muchas variantes, algunas de ellas ligadas a la creación artística: desde el piercing hasta el tatuaje, pasando por formas más extremas como los cortes o escoriaciones en la piel.

También ese cuerpo puede envolverse y marcarse como mandan los cánones de la moda. Incluso puede muscularse, adelgazarse u ofrecerse al otro para su satisfacción. El recurso a los tóxicos, medicamentos o drogas, es también habitual. En todos los casos se ve cómo las palabras no terminan de dar una significación a esa novedad que experimentan, y por ello la acción es inevitable.

Haruki Murakami, en Tokio Blues, es sensible a estas dificultades: “No puedo hablar bien. Me pasa desde hace un tiempo. Cuando intento decir algo, solo se me ocurren palabras que no vienen a cuento o que expresan todo lo contrario de lo que quiero decir. Y si intento corregirlas, me lío aún más, y más equivocadas son las palabras, y al final acabo por no saber qué quería decir al principio. Es como si tuviera el cuerpo dividido por la mitad y las dos partes estuvieran jugando al corre que te pillo. En medio hay una gruesa columna y van dando vueltas a su alrededor jugando al corre que te pillo. Siempre que una parte de mí encuentra la palabra adecuada, la otra parte no puede alcanzarla… esto nos sucede a todos, le responde él.”

En este pasaje adolescente surgen los impasses ante ese real que introduce la pubertad. Es allí donde surgen también las tentaciones de manipular el cuerpo del otro bajo formas diversas: ninguneo, agresión, exclusión, injuria para poner a resguardo el suyo. El acoso que ellos sienten lo proyectan en el acosado, que se convierte en el chivo expiatorio.

Freud utilizo una metáfora muy poética y muy precisa para hablar de este momento. Dijo que un adolescente es alguien que se encuentra en medio de un túnel (oscuro por tanto) en el que tiene que cavar dos salidas al mismo tiempo. Por un lado tiene, como hizo el propio Picasso, que encontrar un lugar en la sociedad, hacerse cargo de su condición futura de adulta. Para lo cual, “matar” al padre inventando nuevas formas de hacer, deviene una necesidad. Tiene que enfrentar ese saber heredado para ver que novedad puede incorporar.

A veces esta confrontación implica derruir todo lo anterior, como hizo el propio pintor y como vemos también en muchos artistas de “vanguardia”, si bien en algunos casos su “miedo a las influencias” les oculta la herencia recibida y asumida inconscientemente. Aquí encontramos una razón poderosa para la creación y la construcción de una identidad nueva, diferente ya de la recibida.

Pero Freud habló de una segunda salida del túnel, más complicada y más exigente para los adolescentes. Es la salida que implica habitar su cuerpo, asumir subjetivamente, uno por uno, su condición sexual.

Eso no siempre es fácil porque los temores, los miedos a no dar la talla, a enfrentar ese real sexual, muchas veces los llevan al parasitismo de los objetos (gadgets, medicación, tóxicos), la inhibición (del acto y del pensamiento) o incluso los pasajes al acto y las violencias.

En este trabajo de “hacerse un cuerpo” es donde encontramos la fuente pulsional más poderosa de la creación, y de eso que llamamos identidad que no es sino la ilusión de “ser alguien”.

Les comento una viñeta de mi práctica clínica con adolescentes y jóvenes que nos muestra ese proceso de creación bajo transferencia, es decir gracias al dispositivo analítico.

Silvia es una joven paciente de 15 años, con una estética emo muy clara, que viene a verme porque no puede evitar autolesionarse. Esta elección particular de pertenecer a los emo, cumple para ella una función importante. Le ayuda a nombrar algo de su angustia en este momento del encuentro traumático con su ser sexuado.

Es un recurso imaginario y simbólico transitorio, que la aloja en una “tribu” (ella que está un poco huérfana) y le permite hacerse a una forma de joven, diferente a la horma que traía como niño, y de esta forma envolver su cuerpo y protegerse. Esto le aporta un semblante fálico de poder hacer lo que en otras condiciones no puede o no se atreve, por la alienación que hay a la mirada materna, muy presente para ella.

Esta “creación” la podemos entender como una modalidad identificatoria que se convierte en una especie de salvavidas en la entrada de la adolescencia. Para Silvia “ser” una emo es una identificación imaginaria que le ayuda aunque no logra con ella adquirir un estatuto de nominación, una identidad estable (aquí hay que recordar que esa estabilidad identificatoria no existe por la naturaleza misma del ser hablante, siempre dividido).

Es por ello que explica que desde hace un año se corta casi a diario en manos y piernas. “Es como una adicción que me alivia de la angustia. Es como si desapareciese todo y pudiera desconectarme. Me da miedo porque no siento el dolor y podría hacerme daño”.

Esas autolesiones son también el límite de la creación de su personaje emo. En la conversación que mantenemos, su angustia se va apaciguando al tiempo que inventa otras creaciones ligadas al dibujo y a la imagen fotográfica.

Yo le animo a seguir con su afición al dibujo para el cual tiene un gran talento. Dibuja mascaras de mujeres jóvenes con semblante triste y acompañadas de algún lema como “Sálvame y guárdame”, restos de la religión de sus abuelos. Además maquilla a la madre, que lo necesita para su trabajo, y ensaya en sus dibujos ese rostro melancólico pero de una gran belleza artística.

Recientemente ha añadido otra afición: pasea por bosques solitarios recortando, con su cámara fotográfica, imágenes que, como dice ella, enmarcan el vacío y la soledad. Es a partir de sus producciones que vamos historizando algo de eso que antes solo se escribía en el cuerpo y que le permite otra manera de inscribirse en el otro y metaforizar algo de su padecimiento.

Ya no se trata de llevar la mirada del otro sobre su herida corporal sino de desplazarla al objeto cuadro o foto donde el goce de mirar no compromete su cuerpo de la misma manera. Ella puede quedar separada de esa producción. Silvia nos enseña, con sus creaciones particulares, cómo inventar puede ayudarle a tratar lo pulsional, que es siempre la base y el resorte de cualquier creación.

Para el psicoanálisis, la invención no es algo que surge ex nihilo, sino un bricolaje que se hace con los recursos existentes: con el cuerpo y su satisfacción y con el lenguaje y las palabras dichas o recibidas.

*Trabajo presentado en Centro cultural La Térmica. Málaga, 17/5/18.

¿Y los padres? ¿Cómo pueden ellos ayudar a salir de la infancia a sus hijos?*

Lidia Ramírez

Si decimos que la adolescencia significa ese lugar de tránsito entre lo que se deja atrás, la infancia y lo que aparece a la vista del mundo de los adultos, entre lo que ya no se tiene del todo y lo que todavía no se ha alcanzado ¿qué les pasa a los padres?

Si les preguntamos a ellos cómo esperan la adolescencia de sus hijos, nos dicen: “con la barrera puesta” indicando así una predisposición a pensar en su hijos adolescentes primero como un peligro…”para que no se salgan con la suya” “hay que ponerles freno” pero también como un temor “para que no se nos vayan de las manos”.

Hannah Arendt que escribió en 1960 un interesantísimo artículo titulado “La crisis de la educación” plantea “es parte de la condición humana que cada generación crezca en un mundo viejo, de modo que prepararla para un nuevo mundo sólo puede significar que se quiere quitar de las manos de los recién llegados su propia oportunidad ante lo nuevo”

Para los padres la adolescencia de sus hijos supone una doble pérdida, por un lado, una pérdida en relación a su propia juventud. Siempre la generación siguiente nos marca un paso adelante y una pérdida en relación a un tiempo. Por otro lado, los padres pierden ese lugar en el que alojaron a ese niño objeto de sus cuidados y de su amor que los colmaba y sobre el que ejercían una influencia certera.

Sin embargo, no todo es pérdida para los padres en ese tiempo delicado de la adolescencia. Entre “que no se nos vayan de las manos” y apostar por lo inédito que los hijos traen entre manos, en este espacio, es donde se espera a los padres.

Esos adolescentes que fueron las madres y los padres parecen haber hecho borrón y cuenta nueva respecto de su propia salida de la infancia. O se la presentan idealizada a sus hijos “yo nunca le hubiera hecho una cosa así a mi padre” o evitan hablarles de lo mal que les iba en la escuela, o quieren darles todo aquello de lo que ellos carecieron, o evitarles todos los riesgos.

Cuando consienten a la conversación y la reflexión deja de ser por el lado de las normas, lo que nos dicen es otra cosa “yo era peor que ella” o “no sé por qué me asusto, si mis padres hubieran sabido en qué estaba, se mueren” Entonces las rígidas normativas, el haber quién puede más, cede en consideraciones que permiten dar el tiempo, consentir a las extrañezas, dar cabida a las extravagancias para que lo que los hijos traen entre manos y que desconocen, vaya tomando una forma, un color y un sabor propios relativos a su goce y a su propia satisfacción.

El trabajo de artesanos que realizan los hijos no será igual que el que tuvieron que hacer los padres pero lo tendrán que hacer ellos y tienen derecho a detenerse, a no seguir las normas para que lo que traen entre manos aparezca y disfruten con ello.

Los padres pueden ayudar diciendo sí a esa invención, molestando lo menos posible esa expresión inédita y creativa, tienen que dejar que se les vayan un poco de sus manos para que ellos puedan usar las suyas.

*Texto publicado en La Vanguardia el 02.11.2018

Ser y dejar de ser adolescente en la Sociedad de la incertidumbre: la importancia del entorno para el desarrollo

Jorge Tió, psicólogo clínico en Fundación Sant Pere Claver-Servei Català de la Salut. Psicoanalista (SEP-IPA).

La propuesta de reflexionar sobre la importancia del acompañamiento a la adolescencia por parte del entorno, cobra especial importancia en un momento en el que se están produciendo tantos y tan importantes cambios sociales en el mundo occidental. Las transformaciones de los modelos familiares, las revoluciones biotecnológicas, la convivencia de múltiples culturas como resultado de los grandes flujos migratorios, la invasión corrosiva de la filosofía del Mercado Libre que ha puesto en jaque los Derechos Humanos y aumentado el paro y la precariedad laboral, están sumiendo a las estructuras sociales en profundos y rápidos procesos de transformación que hacen más difícil acompañar las adolescencias.

Estos cambios sociales generan por su rapidez estados de incertidumbre y desorientación. Y al igual que sucede en la adolescencia ante los cambiantes cuerpos y mentes, los adultos también nos encontramos con grandes dificultades para imaginar nuevos puntos de destino hacia los que dirigirnos en lo social, huérfanos de las Esta es una etapa privilegiada para observar a la sociedad a través de la interacción que se produce en el proceso de incorporación de sus nuevos miembros, revelando las fracturas y contradicciones que el vínculo social padece en la actualidad.

La adolescencia, al igual que la infancia, existe como etapa del desarrollo biológico desde la aparición del homo sapiens hace unos ciento cincuenta mil años. Está determinada genéticamente por los ritmos de maduración que marcan el crecimiento

del cuerpo y del cerebro. Pero la forma en la que los sujetos la viven, su vivencia psicológica, está determinada por la cultura. La mirada del entorno cultural afecta a las vicisitudes del desarrollo psicológico del adolescente. La particular concepción que una cultura tiene de la infancia, las ideas sobre lo que significa ser adulto, ser hombre, ser mujer, delinean el significado de la etapa de transición que la adolescencia representa entre un estado y el otro.

El adolescente se ve obligado a enfrentarse creativamente a numerosos cambios. Nuevos territorios en los mundos adultos a los que puede ahora tener acceso y variaciones individuales que, a su vez, modificarán su manera de ver(se) y percibir(se). El inicio de la pubertad con la multiplicidad de transformaciones corporales que genera (menarquia, erecciones y poluciones, cambios de voz, desarrollo de rasgos sexuales secundarios…) determina en un primer momento una cierta inhibición de la creatividad y la conducta ante la vivencia de descontrol que se experimenta. Se hace necesario recomponer la propia autoimagen tan alterada por esas transformaciones. Pero no tardará en aparecer una tendencia a la acción que tiene como objetivo generar experiencia para acometer las dos tareas principales que en la adolescencia se emprenden: construir un suficientemente satisfactorio sentimiento de identidad y empezar a conocer desde esa perspectiva naciente el nuevo mundo adulto al que se incorpora y que también va a contribuir a crear y transformar.

Como sabemos ambas tareas están intrínsecamente relacionadas. La identidad se construye a través de la relación con los otros y la exploración del mundo necesita de un sentimiento de identidad suficientemente estable para poder desplegarse sin que la ansiedad se desborde. Una sensación de coherencia interna, sin contradicciones insostenibles o vivencias de fragmentación insoportables. Una experiencia de continuidad en el tiempo que conceda la oportunidad de reconocerse como el mismo en cada momento. Una vivencia de realidad lejos de difusas sensaciones de estar soñando o alucinando. Y un sentimiento de gozosa autoestima, de satisfacción con alguna competencia o característica personal, a salvo de la culpa o la vergüenza que pudiesen minarla.

Yo en el mundo y el mundo en mí. Se crean así, en la relación con el entorno dinámicas de potenciación u obstaculización del desarrollo, círculos benéficos o círculos viciosos. El sujeto corre tanto el riesgo de quedar atrapado por “el mundo” en relaciones de sumisión y alienación; como por su narcisismo individual, en otra “prisión” que le impedirá explorar con libertad, dominado por la exigencia de tener que mantener unas representaciones idealizadas sobre sí mismo. Ambas esclavitudes entorpecerán las aportaciones de su creatividad.

Tanto el adolescente como su entorno afrontan el reto de un acoplamiento recíproco. De esta manera en cada nueva incorporación de un adolescente a la sociedad se emula el conflicto consustancial al género humano entre tradición y novedad. La creatividad del adolescente puede paradójicamente separarlo de la comunidad a la que evolutivamente pretende integrarse. La novedad siempre va a llevar asociado un componente de trasgresión de lo establecido. Ésta puede ser reconocida como creatividad y reforzarse así el sentimiento de identidad o ser rechazada como amenaza, obstaculizando la maduración, la integración en la comunidad adulta y estimulando el refugio en identidades negativas o en la pasividad.

Por el otro lado, recíprocamente también el adolescente puede interesarse por el mundo, ser sensible a su belleza y a su falta de belleza, o vivirlo como amenaza. Que en la relación entre entorno y adolescentes predomine el mutuo interés y el reconocimiento o los sentimientos persecutorios de amenaza también mutuos dependerá tanto de las cualidades del adolescente, de su narcisismo individual, como de la sensibilidad y la capacidad de contención del entorno, de la rigidez social.

En este tránsito de la infancia a la adultez, en la adolescencia conviven aspectos adultos e infantiles. El entorno acompaña por lo tanto esta mezcla de manifestaciones que muchas veces es difícil de discriminar. Tan frecuente es infantilizar al adolescente, sobreprotegerlo o tratarlo con actitudes paternalistas, como olvidar que todavía es en parte niño o niña y cargarlo con una exigencia excesiva. Es todo un arte esperar, pedir su compromiso, su participación, su responsabilidad a un o una adolescente, siendo a la vez conscientes de que no se puede exigir la manifestación de algo que todavía está en construcción, pero que justamente por eso tampoco hay que dejar de esperar y alentar.

El acompañamiento adecuado no es aquel que siempre acierta en la interacción sino el que tiene en cuenta esta complejidad, abriéndose a un diálogo y una escucha en la que él o la adolescente nos informa de cuando se está sintiendo tratado como un niño o una niña o cuando queda superado o superada por la exigencia, invitándonos a ajustar nuestra respuesta.

El acompañamiento a los aspectos infantiles en la adolescencia se hace difícil en una sociedad con prisas para que niños y niñas crezcan, una sociedad que no quiere perder el tiempo y se siente amenazada por el paro y la precariedad laboral. Lo infantil en la adolescencia no es una inmadurez, como la que todos los adultos arrastramos con nosotros en mayor o menor medida, sino que de la misma forma que un niño es un niño y no un adulto inmaduro, un adolescente es todavía, en parte, un niño.

Cuando los entornos que acompañan la adolescencia se encuentran también desbordados por sus dificultades se tornan más intolerantes con lo infantil del adolescente, respondiendo de forma exigente para que el adolescente crezca rápidamente y de forma expulsiva con sus aspectos infantiles. El o la adolescente que se siente tratado así puede reforzar su comportamiento infantil, como hacen los niños, como estrategia disfuncional para buscar contención o rebelarse ante la presión.

Se crean entonces círculos viciosos de retroalimentación negativa. Es la adolescente que molesta. El adolescente que molesta en la escuela y solo hace que acumular partes de expulsión. La adolescente que molesta en la nueva familia reconstituida y que puede empezar a ser peloteada entre las casas de sus padres separados. Es la situación que también se produce en procesos migratorios en los que jóvenes madres dejaron a sus hijos pequeños en sus países de origen, y luego al poder traerlos cuando ya empiezan a ser mayores y ellas han podido organizar aquí una nueva vida, esperan que se comporten ya como adultos y adultas responsables.

De forma complementaria al acompañamiento de los aspectos infantiles, el entorno debería poder hacer otro tanto con los aspectos adultos que empiezan a manifestarse como signo de una madurez incipiente. Su iniciativa, sus opiniones, su creatividad, su solidaridad pueden ser estimuladas cuando se encuentran con un espacio de reconocimiento y consideración. Pero la sociedad actual no siempre dispone de espacio emocional y social para ofrecer a sus nuevos miembros. Los adultos que se encuentran en situaciones de inseguridad, amenazados por múltiples riesgos, tienden a establecer normas restrictivas y controladoras que provocan en el adolescente el sentimiento de encierro en una infancia de la que no se le deja salir.

Por otro lado, las propuestas del adolescente muchas veces son además radicales, críticas, transgresoras en ocasiones. Su natural proceso de diferenciación y desidealización de los padres y las figuras adultas lo fomenta. De esta forma otra situación de círculo vicioso se puede dar entre esta angustia de adolescentes que se sienten encerrados o encerradas y unos entornos controladores y desconfiados.

Los cambios que afectan a todas las estructuras sociales generan dificultades especiales para contener las ansiedades de los adolescentes. Contener quiere decir poder resistir una emoción negativa, un miedo, un dolor, una angustia y responder a través de la relación de forma empática, ayudando a transformar esa emoción en otra más soportable, con algo más de paciencia, de esperanza, de optimismo, de confianza, de ilusión. “Entiendo lo que sientes, y aunque yo no lo siento exactamente igual, te comprendo”. Algo sumamente difícil si los miembros adultos de la familia también están atenazados por emociones negativas.

Los problemas sociales tienen un mayor impacto en las familias y los individuos más vulnerables psicosocialmente. ¿Cómo tener paciencia ante la incertidumbre que los comportamientos infantiles de nuestros hijos adolescentes nos generan sobre su futuro si el nuestro resulta tan inquietante? Es probable que la actual generación de jóvenes vea mermada su calidad de vida en relación con la anterior, algo que no sucedía en siglos, salvando los periodos posteriores a las guerras. ¿Cómo despertar en ellos la ilusión necesaria para encontrar una motivación que les mueva hacia el futuro si el nuestro aparece tan amenazante? El adolescente contemporáneo puede tener dificultades para encontrar figuras adultas con las que poder identificarse, “¿para qué quieres que estudie? ¿Para ser un amargado en paro como tú?”

El adulto se encuentra muy amenazado, a la defensiva, a menudo presentándose bajo la figura del escéptico que ya no cree en nada o del resignado, “esto es lo que hay chaval”, cuando no del cínico que considera que solo un egoísmo desaforado puede salvarle. Un adulto que soporta mal la confrontación que el adolescente necesita para construir su nueva identidad, impelido por una tendencia a llevar la contraria para diferenciarse del niño obediente que ya no quiere ser. Este adulto fácilmente vive su espacio en peligro, lo que le hace más proclive a generar esas normas restrictivas y excluyentes.

La estructura de la familia ha experimentado y lo sigue haciendo profundas transformaciones desde el siglo pasado. La liberación de la mujer, su incorporación al trabajo, la liberación y la diversidad sexual, la denuncia de las desigualdades de género, conviven con la oferta del modelo patriarcal de familia que no deja de ofrecerse como la solución a la actual incertidumbre, en una invitación al “retorno a los antiguos valores perdidos”. Las relaciones están sometidas a un constante proceso de negociación en todas las áreas.

Los fuertes incrementos de las tasas de separaciones y divorcios y el aumento de personas que viven solas parecen ser expresión de esta conflictiva. Así han aparecido nuevos modelos de familia muy lejos del modelo de familia tradicional. Familias reconstituidas, familias monoparentales, familias homosexuales, etc. También los flujos migratorios determinan la convivencia de modelos culturales de familia muy diferentes, así como la situación de familias que se ven obligadas a integrar la nueva cultura de acogida también en su seno a través de sus hijos adolescentes educados y socializados en ella.

Al igual que ocurre con la actitud de rechazo que muchas veces encuentran las personas migrantes en las sociedades occidentales, los y las adolescentes que “migran” desde la infancia no siempre encuentra una actitud de acogida y reconocimiento. Se entiende así que cuando coinciden en una misma persona ambas condiciones, adolescente y migrante, la situación se torne enormemente compleja.

Los jóvenes provenientes de África suman a su expectativa de oportunidades como migrantes, la necesidad de encontrar espacios de reconocimiento y verificación para acabar de construir sus identidades adultas. Otra situación se produce en los reagrupamientos familiares de adolescentes latinos. Son procesos migratorios en los que jóvenes madres dejaron a sus hijos pequeños en sus países de origen, y luego al poder traerlos cuando ya empiezan a ser mayores y ellas han podido organizar aquí una nueva vida, esperan que se comporten ya como adultos y adultas responsables.

Toda una serie de cambios que no ayudan a la hora de acompañar al adolescente en el abandono gradual de sus comportamientos más infantiles y en la elaboración de sus duelos por las pérdidas de la infancia: el cuerpo, la identidad infantil y la delegación en los padres. Se quieren tener ya unos hijos responsables, maduros, colaboradores… y ellos todavía necesitan seguir siendo en parte niños.

“Hay una orden que sé que me hijo es imposible que obedezca – me decía un padre desesperado ante el comportamiento de su hijo – ‘¡crece!’ ‘¡crece ya de una vez!’… pero a pesar de que lo sé, se la estoy dando cada día”” Y también hay una cosa que sé que necesita y que no puedo darle: confianza… Sé que la necesita como el aire que respira, pero soy incapaz…”. El malestar de los adultos en la familia los hace más intolerantes.

A veces puede resultar extremadamente difícil soportar la adolescencia sin el recurso del autoritarismo. Las fuertes contradicciones e incoherencias que los adolescentes viven en su sentimiento de identidad, hace que recurran con frecuencia al mecanismo de la proyección. Mediante el cual colocan en los padres aquellos aspectos personales que justamente se les hacen más insoportables. “El cobarde de mi padre”, “la débil de mi madre”, “el ignorante”, “la malvada”, “la celosa”, “el cerrado”, “el carca”, “el viejo”, “la loca”, “Si tú lo eres, yo no lo soy”.

Y mientras los padres envejecen, conviven con múltiples duelos, la muerte de los propios padres o de otros seres queridos, el duelo de las oportunidades perdidas que no volverán, también la pérdida de unos hijos-niños que ya no les necesitan de la misma manera. Las tensiones en la pareja o su ausencia en las familias monoparentales, las ansias por confirmar que se tiene ya por fin una segunda oportunidad en las familias reconstituidas tras dolorosos procesos de separación, el rol del padre que tan desdibujado queda con la ayuda de muchas sentencias judiciales tras el divorcio, o el choque de culturas que se produce en las familias multiculturales…, hacen más complicado el necesario acompañamiento que implicaría contener esas proyecciones sin deprimirse en exceso o responder reactiva y autoritariamente. La ausencia de familia extensa y un entorno social tan diverso e individualista en el que tampoco es fácil encontrar apoyo para los padres, agravan la situación.

También los padres proyectan sus frustraciones, su sentimiento de culpa. “Es un monstruo, con él no se puede hacer nada”. “A los 18 te vas a encontrar con la maleta en la puerta”. Los conflictos repetidos van minando la convivencia, y las amenazas de expulsión con las que se intentan frenar o corregir determinadas conductas, no hacen sino agravar el problema. El adolescente que se siente amenazado de expulsión raramente claudicará, pues su ansiedad agorafóbica, de sentirse perdido en el nuevo mundo adulto, le hará reforzar su comportamiento infantil.

Muchas veces la única forma en la que sabe reclamar atención, sin poder hacerse cargo de que genera justamente lo contrario. Es el mismo fenómeno que sucede con el tan manido diagnóstico del TDAH, donde un niño molesta en un desesperado intento de reclamar atención, consiguiendo todo lo contrario y generándose así un infernal círculo de mutua retroalimentación, “cuanto más molesta más rechazado es, y cuanto más rechazado se siente más molesta”.

La escuela es también otra institución que se encuentra en la actualidad en un profundo proceso de transformación. Hace tan sólo una generación que en una escuela rural los niños se protegían con periódicos la culera para amortiguar los golpes de vara con los que el profesor podía “corregirlos” cuando estimaba que se lo merecían. Sus métodos han cambiado radicalmente en poco tiempo, está adaptándose a la revolución de las tecnologías de la información y de la comunicación. En una sociedad que se autodenomina “del conocimiento”, ¿cuál es el lugar de la escuela, la tradicional transmisora del conocimiento?

Por otro lado, se discute con la familia por las fronteras entre “enseñanza” y “educación”. “Esto te lo tendrían que enseñar en la escuela… Esto te lo tendrían que enseñar en casa…” La escuela actual cede todavía muchas veces a la tentación de las viejas dinámicas expulsivas. El destierro y el encierro, los dos castigos ancestrales en la humanidad y que en la adolescencia coinciden con las dos ansiedades básicas, quedarse encerrado en la infancia o perdido ante un mundo adulto y nuevo que les desborda. Castigar a un absentista, por ejemplo, con una expulsión no deja de ser una paradójica medida. Muchos adolescentes sienten una compleja ambivalencia con la escuela.

Por un lado, es el vehículo hacia la adultez que les pone en contacto con sus más profundas inseguridades, pueden desearla para reforzarse al igual que temerla porque les confronta con sus limitaciones y les recuerda su inmadurez. La acogida que la escuela hace de esos aspectos inmaduros les hace sentirse acompañados, a veces despertando el deseo de “ojalá permanecer eternamente en ella”. Algo que fácilmente se puede tornar en temor u odio justamente por la misma razón, “porque les retiene en la infancia”, “es que nos tratan como niños”.

Una compleja encrucijada de sentimientos contradictorios que cabría tener en cuenta para no amplificarlos. Cosa que tristemente sucede cuando la escuela infantiliza en el trato y encierra en una interminable rutina obligatoria, o cuando la escuela expulsa con un severo dictamen condenatorio de insuficiencia o maldad. Afortunadamente muchas escuelas empiezan a implementar medidas sancionadoras inclusivas, más acompañantes y estimuladoras del desarrollo, o insertar en su organización programas de mediación para atender de otra manera los conflictos. Sabemos que la enseñanza sólo funciona cuando se transmite con el entusiasmo que despiertan las diferentes áreas de conocimiento, descubrimientos que acaban resultando contagiosos.

Pero el crecimiento de nuestros adolescentes puede resultar también difícil de tolerar por las novedades que introduce un nuevo ser adulto en nuestras vidas. En este caso no es la tolerancia a lo infantil la dificultad, sino la vivencia de amenaza ante lo nuevo, lo diferente, lo que nos cuestiona, lo que nos atemoriza por desconocido. Es el momento en el que aparece la intimidad, un signo de madurez que exige respeto y confianza para desarrollarse.

Cuando los miedos de los padres son excesivamente intensos dificultan este proceso. “¿Con quién irá?”, “¿a dónde va?”, “¿qué debe hacer?” Las estrategias de control aparecen como un intento de calmar la ansiedad, pervirtiendo la maduración al deformar la intimidad incipiente empujándola hacia la clandestinidad. La clandestinidad ya no tiene el principal objetivo, como la intimidad, de cuidar algún aspecto de la propia vida del que el adolescente empieza a querer hacerse ya responsable exclusivamente, sino que pretenden ocultar y zafarse del control paterno o del adulto. Y lo que se oculta es vivido en parte como algo malo, confundiendo mucho al adolescente.

El control y la supervisión deben ir paulatinamente cediendo paso al diálogo y la negociación. A través de la vigilancia. Vigilar no es controlar. Vigilar es observar, estar atento e intervenir solamente cuando se estima necesario. Requiere una capacidad de tolerar la ansiedad de no saber qué va a pasar, de no saberlo todo, requiere confianza. Hay adolescentes que lo ponen muy difícil. Y hay padres muy dominados por la ansiedad. Con el control, nos adelantamos para evitar los riesgos que el adolescente necesita para aprender, y eliminar así nuestra ansiedad. Además, dialogar tampoco es fácil. Escuchar no es fácil.

Intentar entender con sincero interés, siempre considerando la posibilidad de que el otro pudiera tener razón, entendiendo que la verdad no es un absoluto, sino tan solo algo a lo que nos podemos acercar en mayor o menor medida. En nuestra sociedad se dialoga poco, la incertidumbre estimula más una lucha de poder que un diálogo creativo del que no sabemos, no podemos controlar con antelación a la conclusión que nos puede llevar.

El gran salto que los avances en las tecnologías de la información y la comunicación han introducido nunca antes se había producido de esta manera, sin tiempo para que la transmisión de conocimientos se pueda hacer entre generaciones. La revolución tecnológica que significó la aparición de la imprenta o del teléfono, por poner dos representativos ejemplos, generó también muchos miedos y ansiedades pero permitió un aprendizaje más gradual que no afectó significativamente a los nuevos códigos entre estructuras sociales.

La soltura con la que se manejan nuestros vástagos con las nuevas tecnologías es fruto de un aprendizaje que les ha llegado a través de esas mismas tecnologías sin la mediación de la generación anterior. Toda una prueba para nuestro narcisismo, y una oportunidad para el reconocimiento de un saber del que siempre estamos a tiempo de aprender. La verdadera autoridad necesita reconocer sus límites para no perderse. Una joven describía de forma certera las características de un educador al que finalmente empezaba a reconocer autoridad: “…te escucha, se coloca en tu cabeza y comprende lo que tú dices…, aunque luego no te dé la razón sientes que te ha entendido… Y…, eso sí que lo tiene…, que sabe reconocer sus errores.”

La crisis en los sistemas de reconocimiento es otra de las particularidades de nuestra sociedad contemporánea. Si antiguamente la aparición del cuerpo adulto marcaba ya la incorporación del adolescente al mundo adulto, la dilatación del período de formación retrasa angustiosamente esa incorporación. “Nunca suficientemente preparados…”, el Mercado entretiene con un elevado catálogo de másteres, estudios de posgrado, para, fruto de la precariedad laboral, pasar a estar a continuación “sobradamente preparados”.

Las elevadas tasas de paro y la precarización del trabajo, junto a la anticipación de la edad de jubilación, estrechan de forma alarmante la franja para vivir como adultos. De “eternos adolescentes” a “jubilados anticipadamente”. Es difícil encontrar un lugar digno en un Mercado laboral que prioriza de forma tan exclusiva los resultados económicos inmediatos y parciales y es incapaz de ampliar su balance contable en términos de los costos sociales y personales que el beneficio económico a corto plazo genera. Hay cosas que salen muy caras a la larga y eso es también economía.

Pero si la dificultad de incorporarse al mundo del trabajo ancla a los jóvenes en una “eterna adolescencia”, el consumismo que el propio Mercado alienta cierra la tenaza con una invitación a la infantilización perpetua. La propaganda comercial abusa de la tendencia que los adolescentes – y muchos adultos – tienen a confundir el tener con el ser. “Si no tengo el mejor móvil, los mejores auriculares… soy un pringado, un tonto, un excluido…”.

La invitación al consumo se ofrece como panacea al difuso malestar contemporáneo. En este sentido, el mundo de la droga, aunque ilegal, no deja de guiarse por los mismos parámetros y se brinda al adolescente para conseguir la evasión, una eficaz desconexión que ahuyenta las emociones negativas. Una forma de automedicarse quizás no tan diferente de la que se deriva de los importantes incrementos detectados en los consumos de ansiolíticos y antidepresivos de la población general en los últimos años. Estimulantes contra la inhibición, ansiolíticos contra la angustia, antidepresivos, las drogas se alían con los desesperados intentos del adolescente por eliminar sus sentimientos, al igual que hacen los adultos con la medicación.

El mundo del sexo no ha resultado inmune tampoco a la influencia del Mercado. Las conquistas de la liberación sexual han sido – y siguen siendo – valiosas para superar el dominio que a través del modelo patriarcal los hombres imponen a las mujeres. Pero si bien es cierto que se es más libre en el proceso de construcción de la propia identidad sexual, también lo es que el sujeto está más solo en ese camino. La libertad siempre hace más difícil el proceso, por eso existe el miedo a la libertad.

El Mercado hace más superficial el sexo convirtiéndolo en objeto de consumo, despojándolo de las dimensiones de sujeto y de la intersubjetividad ligada a los afectos. La pornografía, especialmente en el mundo de los hombres, se presenta más como una alternativa que como un complemento a la relación con el otro. A través de su visionado se estimula tanto la ilusión de no necesitar al otro, como la fantasía de que se puede conocer a la perfección lo que les gusta a las mujeres para gozar, o utilizar sus cuerpos como meros objetos de placer.

La industria del cuerpo en el sector médico también explota esta “cuota de mercado” que sueña con la “perfección” o la transformación de un cuerpo “equivocado”. Todo ello promueve un tipo de discurso en el que el acceso a la sexualidad se presenta despojado del esfuerzo, el sufrimiento y el placer que supone la construcción de una identidad sexual y del rico e interminable trabajo de comunicación que se necesita entre las personas que pretenden incluir este nivel de intimidad entre sus relaciones.

La pedagogía sobre sexualidad suele reducirse al control de los riesgos: el SIDA y los embarazos no deseados. No hay lugar para la duda, la inseguridad, el pudor, la vergüenza, los afectos y el placer. La adolescente se siente así exigida o exigido a “dominar ya” un terreno inicialmente desconocido y generador de fuertes ansiedades por la importancia de su significado. “¿Soy atractiva?”, “¿cumpliré?”, “¿funcionará bien mi cuerpo?”, “¿daré la talla?”. Sin la suficiente capacidad de contención cualquier acontecimiento puede tomarse como una confirmación o un desmentido de las más catastróficas pesadillas, o de las fantasías más idealizadas. “Soy un desastre, un despojo humano”. “Soy el mejor, ninguna se me resiste”.

Más allá de las modas y los valores estéticos de la cultura, el cuerpo se transforma con signos, tatuajes, piercings, escarificaciones, y en nuestra contemporaneidad a través de la cirugía estética, pretendiendo reforzar una identidad que en ocasiones no tiene ni el tiempo ni el espacio suficiente para irse construyendo internamente.

Nos encontramos así ante el reto de aplicar los conocimientos que tenemos sobre el desarrollo en esta etapa para acompañar mejor su transición. Algo que requiere paciencia con la presencia de los aspectos infantiles y confianza en su crecimiento y maduración, estímulos para fomentarlos, reconocimiento de sus capacidades y de su creatividad y oportunidades para que las y los adolescentes puedan ponerse a prueba y completar su transformación en adultas y adultos. Y algo que requiere también formación de los profesionales que trabajamos con adolescentes para ayudarlos y también a sus entornos cuando aparecen las dificultades.

La creación de espacios donde todo esto sea posible es clave para la adolescencia y también para nuestra sociedad. La mirada, la creatividad de esta son contribuciones imprescindibles para la sociedad en este momento de cambio, para la recuperación de un espacio público, de un “nosotros”, lejos del individualismo y la competitividad despiadada que lucha por los beneficios monetarios. Sin ese “nosotros” tampoco la adolescencia tendría ningún lugar al que arribar.

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